7 de marzo de 2016

CAROL (TODD HAYNES, REINO UNIDO - ESTADOS UNIDOS, 2015)

MUJERES ROTAS
O ese oscuro sujeto del deseo


“Yo empiezo aquí y termino aquí,
yo no me continúo en ti,
yo no soy parte de ti ni tú eres partes de mí.”
MARCELA LAGARDE

Carol y Therese se encuentran. Se batallan. Se disfrutan como pueden y se auto-convencen. Son mujeres que miran la vida pasar detrás de vidrios y ventanas, como imágenes especulares y reflejadas. Son sujetos que interactúan siempre “a través de”, apareciendo en fotografías o siendo fotografiadas, sin contacto -sintiendo la piel por intermedio de un guante-, transportadas por autos en movimiento que las alejan o las acercan de la luz, de sus oscuros “objetos” de deseo. Así es que ellas se nos presentan y así es que ¿son? porque así las quieren ser.
Pero Carol y Therese también se escinden. Renacen en ellas y escapan juntas en busca de un otro mirar, queriendo desde adentro la conquista de un cambio de perspectiva. Son mujeres resquebrajadas con la intención de volverse a armar, traspasadas del otro lado del espejo montado que las mantuvo vedadas durante tanta historia, no sólo en las calles sino también en el melodrama y en su representación. Ellas son la consciencia de la imagen impuesta, de la superficie troquelada que otros hicieron de ellas mismas.


La mujer en la ventana. Nuestra mirada que mira mirar. Los deseos que buscan su concreción.

Todd Haynes transpone la segunda novela de Patricia Highsmith -Carol, o el precio de la sal- y construye una película de formas medidas en la que todos sus elementos se nos muestran cuidados y precisos; todas piezas de un reloj estratégicamente pulido, que avanza a un tiempo premeditado y que deja en su recorrido una sensación de ahogo y densidad, que posiblemente remita a formas canónicas ya superadas (no por caducas, sino por generacionales) del cine de la época que la historia de Carol en su contenido representa: la década del 50 en la ciudad de Nueva York.
La historia, narrada de forma clásica, está compuesta por un largo flashback que nos retrotrae desde una cena de reencuentro después de una larga separación (información que recibiremos hacia el final del film) hasta el primerísimo primer encuentro de miradas entre Cate Blanchett (Carol) y Rooney Mara (Therese), conduciéndonos a través de los devenires de estas dos mujeres y sin dejar nunca de lado esa intensidad que las vincula, que se transluce en sus ojos y que se nos muestra desde allí, desde una forma de mirar que cuenta mejor que las palabras.
Carol es un relato de intimidades que se sostiene sin enfocar ni cuestionarse (al menos en el plano de lo visible) la carga controversial y de época de una relación lésbica como la que mantienen las protagonistas en este periplo de género en el que se desarrollan -con diferencias no sólo etarias sino sobre todo de clases-, en donde la puesta en escena y el universo simbólico que corre por debajo de la macro-historia juegan roles preponderantes. Es en la construcción escénica de la película, con sus colores y su diseño de arte, rico en meticulosidad, donde nos encontramos con que ninguna pieza está librada al azar. Así y en esta línea ubicamos por ejemplo el contexto situacional de la Navidad, que recorre la historia figurándose como símbolo estridente y contradictorio de las apariencias de clase y del status que todo miembro de cualquier sociedad debe mantener. En este contraste logrado de fondos y figuras, la Navidad representa como tópico a la familia reunida y ese lugar al que debemos conservarnos con fidelidad, porque nuestras épocas así lo determinan y así lo designan: Carol debe ocuparse de ser madre, de ese rol que es primero y ante todo ama de casa, que no puede trabajar ni generar independencia económica –al menos no hasta su posterior liberación, que se vislumbra concreta cuando le dice a Therese, “conseguí trabajo”-, y que tiene que reprimirse el mundo guardándose detrás de las paredes del hogar -dulce hogar- hasta darse cuenta que ya no puede persistir en contra de su naturaleza. Por supuesto que frente a estas temáticas, se hacen inevitables las reminiscencias de Lejos del Cielo (Far from Heaven, 2002) donde Haynes abordaba esta misma idea epocal del amor irrealizable frente al amor mandatario, pero entremezclando no sólo conflictos de género, sino también un fuerte prejuicio racial.

Cuadros dentro de cuadros. La vidriera, los objetos y la codificación de los sentimientos.

Siguiendo con este análisis de analogías y emparentamientos simbólicos, me parece importante destacar la carga objetual que atraviesa este recorrido en que se constituye Carol. Porque es desde el inicio del film que se nos entregan imágenes en busca de nuevas recepciones semánticas. Así nos encontramos, por citar sólo otro ejemplo, con el regalo que la protagonista hace a su hija, que no es una muñeca que llora o ríe como todas las demás (las muchas que hay en el local) ni mucho menos esa infancia simbólica y premeditada por los adultos -padres formadores de las estructuras encasilladas, reproductores de conceptos no cuestionados, entre pelotas de fútbol celestes y muñecas de Barbie rosas-, sino quizás la novedad de lo contrario: la originalidad de un tren; de ese juguete que viaja, que tiene la función del movimiento y la posibilidad de transportarnos a algún otro lugar. Es la lejanía, lo desconocido y lo deseado. El regalo navideño es la casualidad construida de este encuentro, de esta hija que aparece en escena desde un primer momento. En el medio de estas dos mujeres que en apariencia pueden verse también como muñecos, con una belleza cosmética y social que las muestra contenidas, puras, vírgenes y angelicales (no es casual que Carol la halague diciéndole que ella es su “ángel caído del cielo”). Que rompen con este ritmo social y fílmico monocorde y espeso recién cuando se muestran y se conocen a la verdadera luz, la de la desnudez, la del encuentro de la piel sin ropajes, tal y como somos. Como ellas eligen ser frente a un mundo que las quiere de otra manera, esposas pretendidas y pretendientes, como la historia las mostró hasta este momento, no siendo libres, no moviéndose más que para hacer las compras, no viajando lejos de casa. Por eso el desborde del marido, la persecución, el agente encubierto, la posesión que culmina con el enfrentamiento de Carol a los abogados, hacia su esposo y sobre todo, hacia ella misma. Es el idilio de un escape, de un auto que se aleja al menos por un momento, conducido por ellas, mientras suena una canción navideña como éxtasis denotativo de fondo, y que es la transición hacia la única y latente verdad sentida, la que rompe con la hipocresía de una sociedad que no comprende, que no vive porque no deja vivir. Es Carol quien en su transformación radical entiende que el amor no pasa por la posesión y le deja voluntariamente a su marido la tenencia de su hija, con la única condición de que no le niegue el poder seguir visitándola.

El espacio entre las dos. Ese aire que las separa y las envuelve. La conexión.

“La mujer rota es la víctima estupefacta de la vida que ella misma eligió: una dependencia conyugal que la deja despojada de todo y de su ser mismo cuando el amor le es rehusado. (…) No se vive más que una sola vida, pero, por la simpatía, a veces es posible salirse de la propia piel.” reza Simone De Beauvoir en su libro “La mujer rota”, como preámbulo a los tres relatos de soledad y fracaso amoroso que lo componen, y contra este mandato de amor romántico y desolación que a casi todas espera, es que luchan las protagonistas del filme de Haynes. Un melodrama tradicional y trágico, porque su esencia misma así lo requiere, en el que los personajes atraviesan las consecuencias inevitables de la pérdida, del duelo que genera quitarse las vendas y destruir el mito romántico que nos enseñaron del amor. Todos aquí son el sufrimiento que nace de esta desidealización. Lo que no quita que haya lugar y espacio para la reconstrucción. Porque es en este recomponerse como vislumbramos el epílogo de Carol, en este único momento de movimientos desconcertados, de exteriorización formal de la emoción interna de los personajes: en esos ojos cámara que la acompañan en su recorrido, que la miran de frente y que vibran junto con ella. En el final esperanzado de este entramado magistralmente articulado, simple ante una rápida y primera mirada, sesgada posiblemente por la apariencia de esta ventana a la distancia que es nuestra pantalla, pero en la que es necesaria abrir y traspasar; ahondar para así encontrar la oscuridad y los símbolos que se esconden tras las sombras. Toparse con la libertad allí donde no nos ven, o mejor dicho, permitirse la libertad de ser así descubiertos, en la verdad del amor emancipado. Como todas las mujeres reconstruidas que dejan de ser víctimas y pasan a ser protagonistas. Empoderadas, y en movimiento.
POR GUIDO ANSELMI


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